lunes, 1 de julio de 2002

JULIO. CUENTO DE VACACIONES

JULIO. CUENTO DE VACACIONES

Había una vez un niño que estaba todo el día en las nubes. “Baja de las nubes”, le decían las personas mayores. “¿Ya estás otra vez en las nubes?”, le preguntaban sus profesores cuando se distraía en clase. Para colmo de su desgracia el niño se llamaba Angel y esta circunstancia le hacía el blanco de continuas bromas que en realidad eran siempre una misma monótona y poco graciosa broma. Un día de julio, cuando sus bromistas cotidianos lo tenían olvidado y tranquilo se le ocurrió una idea genial, alucinante, impresionante. Estaba tirado en la hierba encima de la colina, junto a la ermita de San Andrés. Algunas nubes blancas y hermosas como inmensas bolas de algodón pasaban lentamente sobre el valle. Eran, de un tamaño enorme, la cosa visible más grande del mundo después del mar y la tierra. Había nubes como elefantes, tan grandes como mil elefantes. Nubes como árboles blancos mayores que cien bosques juntos. Nubes como montañas nevadas más altas que el Everest. Aquel día Angel pensó que aquellas nubes eran todas de su propiedad puesto que a nadie le interesaban sino a él. Inmediatamente comenzó a clasificar y dar nombre a sus nubes. En un cuaderno escolar dio forma a un registro en el que al cabo de algunos días figuraban seiscientas nubes de todos los tamaños, colores y formas posibles. De la noche a la mañana Angel se vió inmensamente rico, nadie tenía tantas cosas como él, nadie poseía propiedades tan inconmensurables como él. Entonces se propuso montar un pequeño negocio de venta de nubes. Las vendía a muy buen precio, casi regaladas, pero menuda decepción se llevó cuando empezó a recoger las primeras risas y nuevas burlas en vez de dinero. Sin embargo el bueno de Angel no se rindió. El registro de nubes seguía creciendo y creciendo cada día. De esta forma Angel llegó a ser el dueño de más de 5.000 nubes. Pero como no vendía ninguna, las nubes se terminaron y dejaron de venir. Y dejó de llover. Y llegó la sequía. Al final toda la gente del valle empezando por los agricultores no tuvo más remedio que acudir a la casa de Angel para pedirle que, por favor, les vendiera alguna nubecilla con lluvia. Y entonces Angel, que era un niño muy bueno, no les pidió dinero sino risas, pero de otra clase.